CONSTITUCIÓN Y TRANSICIÓN

Se cumplen estos días 30 años de vigencia de la Constitución Española de 1978, norma fundamental y suprema de nuestro ordenamiento jurídico, fruto del consenso alcanzado por las fuerzas políticas democráticas durante la Transición. Estamos, pues, ante el período constitucional más duradero de la Historia de España. Todo había comenzado algo más de tres años antes, quizá cinco (las opiniones sobre cuándo comienza y cuándo acaba la Transición Española son diversas dada, entiendo, la cantidad de hechos significativos que acontecieron en aquellos años). Desde el punto de vista político, y sin más intención que la de aportar una opinión más, la Transición Española, en sentido estricto, comienza a la muerte de Franco. Ciertamente, el asesinato de Carrero Blanco en diciembre de 1973 había supuesto el principio del fin. Con el Presidente del Gobierno moría, sin duda, la opción más posibilista de continuismo del régimen franquista. Carrero Blanco representaba el franquismo en su estado más puro. Antes incluso, en 1970, el Proceso de Burgos había atraído la atención internacional y provocado una pequeña sacudida en la jerarquía eclesiástica, seguramente más que por convicción por tener, en ambos casos, una clara percepción de que alguna cosa se removía en los cimientos de un régimen que comenzaba a tambalearse. El diálogo entre el entonces Príncipe Juan Carlos y las fuerzas democráticas en la clandestinidad y el de éstas entre sí fueron, sin duda, condición sine qua non para la conformación del futuro proceso. Sin embargo, no puede hablarse, creo, de Transición mientras permanece vivo el dictador ya que, ni él ni ninguno de los miembros del establishment tuvieron nunca la más mínima intención de iniciar un proceso democratizador, ni aún de facilitarlo, más al contrario, de impedirlo por todos los medios a su alcance (pretendiendo dejarlo todo “atado y bien atado”). Tampoco hay acuerdo respecto el momento de finalización del período. La promulgación de la propia Constitución el 29 de diciembre de 1978, el fracaso del intento golpista del 23 de febrero de 1981… fueron, sin duda alguna, momentos de extraordinaria significación, aunque en sí mismos, pruebas fehacientes de que el proceso democratizador se encontraba aún en marcha. Si en algún momento podemos establecer el fin del proceso, o lo que es lo mismo, el comienzo de la consolidación del sistema democrático en nuestro país, es el de las elecciones generales del 28 de octubre de 1982, cuando la victoria del PSOE de Felipe González permite la primera alternancia política. Sea como fuere, entre unos u otros momentos se produjo el que supuso el período político más intenso de nuestra Historia. A los acontecimientos ya mencionados debemos añadir, por su preeminente relevancia, la Ley para la Reforma Política, aprobada el 18 de noviembre de 1976 por las Cortes Generales y sometida a referéndum del 15 de diciembre de 1976, verdadera piedra angular del proceso, que permitió la liquidación del régimen franquista desde el propio régimen, ofreciendo la base legitimadora de todo el sistema jurídico-legal posterior, y la legalización del Partido Comunista, el Sábado Santo de 1977, que lo abrió a TODAS las opciones políticas democráticas, sin excepción. Además del ya Rey D. Juan Carlos I (tras la abdicación de los derechos dinásticos por parte de su padre, Don Juan de Borbón, el 14 de mayo de 1977) y en el mismo sentido, fue fundamental la figura de Adolfo Suárez, a quien podría, y debería, dedicarse un espacio monográfico. El texto constitucional que surgió de aquel complejo proceso es, como he dicho al comienzo, fruto del consenso, difícil por momentos, de las fuerzas democráticas; pero no podemos obviar las condiciones sobre las que se forjó el acuerdo, especialmente la presión que ejercía el búnker, el sector más inmovilista del régimen, en un intento, vano, estéril, de continuismo, y bajo cuyo control se encontraba el Ejército, profundamente reestructurado por Gutiérrez Mellado a partir de 1977, pero en continuo estado de alerta (no será necesario recordar el talante golpista de esta institución a lo largo de la historia, y que quedó patente en 1982), alentados y auto-legitimados unos y otros por la creciente y sangrienta actividad terrorista, que ejecuta entre 1975 y 1982 más de 340 asesinatos (a izquierda y derecha del sistema). En este ambiente se fraguó la Carta Magna. Sobre estas bases, en las que predominó la voluntad de acuerdo sobre la ruptura, se redactó. Pero no cabe duda que ha permitido el nivel de desarrollo y bienestar más importante que ha sufrido jamás la sociedad española, las cotas más altas de libertad nunca alcanzadas, el período más largo, estable e irreversible, de paz en democracia. La Norma Suprema no resolvió la cuestión del Senado, ni la de la igualdad en la Sucesión en la Jefatura del Estado, ni quizá la estructura autonómica por completo; ciertamente contiene anacronismos como el del servicio militar obligatorio, y desconoce realidades más actuales como la integración en Europa, la cuestión de la inmigración. Ahora, treinta años después, consolidado el sistema democrático, y en un marco de plena y absoluta libertad, la reforma constitucional nos parece algo lejano, inalcanzable, peligroso incluso para algunos; más es preciso un acuerdo político, un amplio acuerdo político, que permita avanzar en todas estas cuestiones, que facilite la actualización de la Norma Básica de nuestra convivencia, pues la reforma tan sólo puede reforzar la Constitución y, por ende, nuestra sociedad.

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